Romaysa - Ramo de Flores

Grita
Mi cuerpo me grita

Estoy atrapada
Atrapada en mí
Atrapada en ellos

Lágrimas silenciosas
El aliento se hincha
El aliento susurra

El susurro se vuelve silencio
Devora todo
Sin propósito
Sin fundamento


Romaysa observa sus propias palabras. Alex, su gato gris y blanco, con algún kilo de más, coloca con cuidado su pata blanca sobre el papel. Tanteando. Con la cabeza empuja la mano que sostiene el bolígrafo. Animando. O eso es lo que ella quiere creer. Romaysa pensó que sería diferente. Que ella fluiría rodeada de pura luz blanca hasta alcanzar su grandeza. Como si fuera un bote dejándose llevar por el río hasta encontrarse con la flor más linda de la orilla. Flores, alegría. Las tiene tatuado en su cuerpo. En tres lugares diferentes para ser exacto. Cada tatuaje que tiene se adorna con flores. Flores frágiles, bellas. Se volvió algo adictivo, las afirmaciones positivas de vínculos lindos o hechos personales quemadas en su piel.  La palabra ‘valiente’ se luce orgullosamente en su brazo izquierda en letras finas y elegantes. Imborrable, indispensable. Lo es, valiente por aguantar eso lo que llaman la vida. Siempre valiente, fuerte, independiente. Siempre alerta, siempre lista para luchar por esta vida que se le escapa. No la siente. La vida que le es ajena, extraña. Es de otros.

Quiere hacerle creer a todo el mundo, que lo es. Valiente. Se dejan engañar. La creen. La miran a los ojos que no saben mentir, pero eligen creer las palabras que salen de su boca. Palabras fugaces, fingidas, adaptadas a las estructuras que todos entienden.

‘¡Me pareces muy valiente! ¡Yo no podría hacer eso!’ – Vaya, Romaysa, qué valiente eres. Empezar un negocio tú sola desde cero.’ – ‘Ojalá fuera como tú. Siempre eres tan independiente y estable. No necesitas a nadie. Eres una mujer valiente.’ –‘ ¿No te da miedo abrir las puertas de tu negocio tan temprano, de la madrugada, sola? Valiente de tu parte…’– ‘Ayer te vi echar de tu terraza a un cliente difícil mientras te gritaba. Bien hecho. Yo no me atrevería a hacer eso.’ – ‘¿Te acuerdas de cuando eras niña y te acercabas a los desconocidos sin más? En ese entonces ya eras así.’

Se adapta a lo suyo, que no es de ella. Nunca les deja entrar a estos observadores que comen su vocabulario falso con un hambre que no les permite acceder a su razonamiento crítico. No puede mostrarse débil en su presencia.  Ese eterno autocontrol por lo que mantiene su compostura. Una compostura que nunca abandona. Ni borracha, ni feliz, ni triste. Romaysa, siempre amable, siempre servicial, siempre comprensiva. Su compostura le da la sensación de control que necesita para no abrirse. Para evitar mostrar su verdadero yo. Se siente atada. Finge que es por culpa de los demás, por culpa de la sociedad. Es ella, no se permite ser libre. Les comería a todos. No podrían con ese fuego que siente adentro. Un fuego del que no sabe si exista de mariposas o de monstruos.

Deja el bolígrafo junto a su bloc de notas cerrado, con tapa dorada y coloridos dibujitos de colibríes. Se levanta, riega la orquídea rosa en su escritorio de roble y se acerca al alféizar de la ventana. Sobre la madera oscura yace un cojín ocre que mandó hacer a medida para las dimensiones de la ventana. Se sienta y apoya la espalda contra el marco. Alex se acomoda en su regazo. Su cabeza descansa sobre su muslo, con los ojos entrecerrados. Desde la tercera planta de su apartamento Romaysa observa a la gente que camina tranquilamente por la calle. Se abrazan, hablan, se ríen, paran para saludarse. Parecen no sentir ese peso en los hombros que la mantiene pequeña. Le relaja percibir los movimientos cotidianos de las personas. Sus gestos. Como ajustan su ropa. Como se toman de la mano. La forma de caminar que puede ser rápido, tosco, lento, elegante, con pasos grandes, pequeños, irregulares. Desde esta distancia no ve sus preocupaciones, sus miedos. Solo sus ritmos. El sol le acaricia la cara. Cálido, suave, acogedor.

Suena su celular: Maria. No la quiere contestar.  Seguro le va a proponer algún plan de salida entretenida, porque opina que no debería estar sola en este estado. Que no debería hundirse en su oscuridad. Que es sano salir a divertirse, a ocupar su mente de otra cosa. La ignora. Su amiga, que la ama incondicionalmente. Hace diez años entró al bar con su cabello espeso de rizos oscuros y nunca mas se ha ido. A pesar de su éxito como fotógrafa, que le da un sueldo generoso, sigue viniendo al Café donde Raisa. Un espacio de cuatro por cuatro con plantas delicadas y fotos de diversos paisajes colgados en las paredes. Cinco mesas blancas, cada una con dos sillas de mimbre en el interior y una terraza con diez mesas enfrente del local. En invierno está completamente equipado con mantas de lana y calefactores. El café es bueno, los pasteles son caseros y abren a las siete para los amantes tempranos de la cafeína.

‘¿Me das un latte descafeinado con leche de avena y caramelo?’ Fueron las primeras palabras de María.

‘¿Segura que no quieres un poco de azúcar extra? ¿Miel quizás?’ Romaysa no pudo resistirse. Poco a poco, le enseñó a María a tomar café de verdad y ahora se limita a café solo, filtrado y, en un día loco, un capuchino.

Deshacerse de Maria no ha resultado tan fácil. Lo intentó. Hoy Romaysa siente que la decepciona. Otra vez. Un nerviosismo se forma en sus adentros y se mezcla con un sabor a amargo. Lentamente se forman bloqueos conocidos. Quiere gritar, necesita gritar. Su ventana abierta la invita a llenar el aire con las vibraciones de su interior. Puede visualizarlo, puede sentir en su cuerpo lo bien que le haría sentir. Siente vergüenza, pura vergüenza. Cada noche intenta gritar en sus sueños, atormentada por esa sombra oscura que se cierne sobre ella. La boca abierta, una garganta vacía. Un silencio total, desesperado, envolvente. No puede, no se atreve. ¿Por qué nunca se atreve? Incluso entre sus propios cuatro paredes, teme que alguien la escuche. Que alguien rechace su grito, lo ignore, lo considere exagerado. Empieza a dudar de su grito. Está exagerando, solo tiene que esforzarse un poco más. No va a dejar que la afecte, que le haga rendirse. Se traga su grito. Otra vez.

La luz de su celular se enciende. Un mensaje: ‘Hola bella, cómo estás? Sé que estás en tu casa. Propongo pasar por ti a las siete. Te pones guapa y nos vamos a nuestro café en la esquina. Tienen música en vivo, vinitos, buen ambiente. Y alguna exposición de un pintor con un conflicto interno, oscuro. Arte como a ti te gusta. Avísame. Un abrazo fuerte, Maria.’  No quiere hacer algo lindo ni ponerse guapa. ‘Ponerte guapa’, ¿qué significa esto en realidad?

De niña a veces hacía una carpa en el medio del salón, en el hueco de la escalera, entre dos sillas grandes o como una especie de prolongación de la cama. Carpas herméticamente cerradas de mantas, sábanas, bufandas, almohadas y peluches. Le encantaba estar allí disfrazada de elfo o princesa. O a veces de Caperucita Roja. Lejos del mundo exterior donde se sentía diferente, donde sus mariposas eran monstruos. Cuando su papá se enfermó cuando tenía seis años, sus padres apenas podían sacarla. Jugaba allí durante horas. Leía libro tras libro. Rupsje Nooitgenoeg, Jip en Janneke, Pluk van de Petteflet. Coloreaba página tras página. En su cueva, solo había flores imaginarias y peluches suaves para abrazar. De adulta, ya no es tan fácil ignorar la muerte. De hecho, desde muy pequeña, decidió que lo iba a resolver todo ella misma. En sus recuerdos tenía unos tres años. Nunca lo comunicó, solo lo decidió y actuó. En silencio. Es por eso que siempre lleva todas sus bolsas ella misma, que no considera pedir ayuda a nadie cuando está deprimida y nunca pedirá dinero.

Cuando tenía unos catorce años, al llegar sola a casa una noche, la puerta principal estaba abierta. Se asomó al oscuro hueco que era el pasillo, cruzó el umbral con vacilación, cogió un paraguas que estaba junto a la puerta y recorrió toda la casa en busca de intrusos. El salón, la cocina, todos los dormitorios, el baño, el sótano, el garaje. Nada estaba a salvo de su mirada inquisitiva. No encontró nada ni a nadie y sintió alivio, una sensación de victoria. Lo solucionó completamente sola. En ningún momento se le ocurrió llamar a nadie, pedir ayuda a los vecinos, esperar a que sus padres volvieran a casa.

‘¿Necesitas ayuda?’, le preguntó su vecina ayer.

‘No, no te preocupes. Puedo con esto.’  Romaysa casi se dobló por el peso de la mesa al subir las escaleras alfombradas hasta el tercer piso. Hoy se formó un pequeño moretón en la columna. Mira satisfecha desde el alféizar de la ventana hacía la mesa de centro de madera reciclada con detalles en blanco, azul y verde que ahora está frente a su sofá gris oscuro. Perfectamente elegida, perfectamente colocada.

La luz de su celular vuelve a encenderse. Otro mensaje de Maria. Su tono ya no es tan suave, tan comprensiva. La desespera, porque la quiere, se preocupa, pretende hundir a Romaysa en la sobredosis de amor que habita su cuerpo. Sentimientos lindos que no puede dejar entrar. Hoy no.  Mañana por la noche se despedirán de Arend juntas. Será una noche muy emotiva y Romaysa todavía tiene que elegir su atuendo, comprarse unos tacones rojos y preparar su discurso. Aparentemente Maria va en camino a su departamento. Sus palabras la avisan, le dan el espacio de elegir. Le dan el espacio de volver a decepcionarla. Cierra el mensaje. Alguien toca el timbre. Cierra la ventana. Otra vez el timbre, más persistente. Cierra las cortinas. El timbre sigue ahí. Cierra la puerta de su cuarto. Cierra. Cierra. Cierra…

 

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Crónica: Soy Mujer